Contra esos dos mandamientos simbolizados en la cruz -los brazos que acogen amorosamente a la humanidad sufriente, el ástil codicioso de ascender también amorosamente hacia un Padre común- sólo puede alzarse el odio teológico, que como nos enseña Chesterton tiene una «fosforescencia extraterrenal, que hace brillar su rastro por los crepúsculos de la historia: es el halo del odio alrededor de la Iglesia de Dios».
Sólo esa fosforescencia extraterrenal explica que unos monjes dedicados a la oración sean expulsados de un lugar sagrado. Sólo esa fosforescencia explica que se borren las cruces del paisaje español. En este trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín hemos padecido en diversas ocasiones las expresiones más cruentas de esa fosforescencia. Ahora, en esta fase democrática de la historia, saboreamos las más sibilinas, que se disfrazan de prosa leguleya y amaneramientos modositos. Pero unas y otras encubren la pasión más venenosa de cuantas pueden anidar en el alma humana, el odio teológico, que ni siquiera es mero anticlericalismo, sino odio contra la fe y contra Quien la suscita, odio contra quienes la profesan públicamente, haciendo de su vida una oblación continua.
¿A quién puede injuriar la visión de una cruz? ¿A quién puede ofender que unos monjes recen por las víctimas de una guerra fratricida y por la concordia de los españoles? Sólo a quienes «creen y tiemblan». Pues el ateo se distingue por profesar una indiferencia orgullosa hacia los más variopintos cultos; sólo quien «cree y tiembla» concentra su aversión exclusivamente en la fe religiosa representada en la cruz y encarnada en unos pacíficos monjes.
La cruz y los hombres que se dedican a propagar su doble mandato, en fin, sólo puede injuriar a quienes desean que arrojemos incienso ante la estatua del Emperador, que en este crepúsculo de la Historia se disfraza con los ropajes de la ‘memoria democrática’. Pero las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan saben bien quién es ese Emperador. Su misión es dividir, separar, crear inquina, acusar y calumniar. Y contra su imperio hay que ejercer una oposición activa, si no se quiere morir en vida.
Sólo esa fosforescencia extraterrenal explica que unos monjes dedicados a la oración sean expulsados de un lugar sagrado. Sólo esa fosforescencia explica que se borren las cruces del paisaje español. En este trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín hemos padecido en diversas ocasiones las expresiones más cruentas de esa fosforescencia. Ahora, en esta fase democrática de la historia, saboreamos las más sibilinas, que se disfrazan de prosa leguleya y amaneramientos modositos. Pero unas y otras encubren la pasión más venenosa de cuantas pueden anidar en el alma humana, el odio teológico, que ni siquiera es mero anticlericalismo, sino odio contra la fe y contra Quien la suscita, odio contra quienes la profesan públicamente, haciendo de su vida una oblación continua.
¿A quién puede injuriar la visión de una cruz? ¿A quién puede ofender que unos monjes recen por las víctimas de una guerra fratricida y por la concordia de los españoles? Sólo a quienes «creen y tiemblan». Pues el ateo se distingue por profesar una indiferencia orgullosa hacia los más variopintos cultos; sólo quien «cree y tiembla» concentra su aversión exclusivamente en la fe religiosa representada en la cruz y encarnada en unos pacíficos monjes.
La cruz y los hombres que se dedican a propagar su doble mandato, en fin, sólo puede injuriar a quienes desean que arrojemos incienso ante la estatua del Emperador, que en este crepúsculo de la Historia se disfraza con los ropajes de la ‘memoria democrática’. Pero las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan saben bien quién es ese Emperador. Su misión es dividir, separar, crear inquina, acusar y calumniar. Y contra su imperio hay que ejercer una oposición activa, si no se quiere morir en vida.
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