La idolatría cientificista es un sucedáneo de la fe religiosa. Ha sustituido la religiosidad entre las masas cretinizadas; o, como señala Castellani, la ha destruido, porque «sólo se destruye lo que se sustituye». Esta idolatría cientificista causa estragos entre lo que Unamuno llamaba la «mesocracia intelectual»; y, ahora que las clases medias -tanto económicas como intelectuales- están desapareciendo, causa mayores estragos todavía, porque la idolatría es tanto mayor cuanto menor es la ciencia de los que la profesan, convertidos en loritos que -volvemos a citar a Unamuno- «apenas sospechan el mar desconocido que se extiende por todas partes en torno al islote de la ciencia, ni sospechan que a medida que ascendemos por la montaña que corona al islote, ese mar crece y se ensancha a nuestros ojos, que por cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver». Esta ignorancia del inmenso mar que rodea el islote, lejos de amilanar al lorito cientificista, lo envanece todavía más, porque le hace creer que puede enseñorearse de toda su infinita extensión.
Y es que la idolatría cientificista es por definición eufórica, fatua, con mucho más de magia -y magia negra, por cierto- que ciencia propiamente dicha. Y entre sus adeptos genera también una suerte de pensamiento mágico, una vana y con frecuencia suicida impresión de seguridad. En el fondo de esta idolatría hay siempre un horizonte de deshumanización: como no hay nada en su objeto que el corazón del hombre pueda amar, el hombre se acaba automatizando.
Si el hombre religioso, al ponerse en manos de Dios, se humanizaba (se volvía más sufrido y humilde), el hombre idólatra, al ponerse en manos de la ciencia, se convierte en máquina, como el motor de combustión que se pone en manos de la gasolina. Sin cuestionar su origen ni sus métodos, en la seguridad que la ciencia no falla. Y esa seguridad, como apuntábamos antes, además de vana, es con frecuencia suicida.
Así está ocurriendo con las vacunas que florecen como hongos, presentándose como la purga de Benito contra el coronavirus, mientras se disparan las cotizaciones bursátiles de las multinacionales farmacéuticas que las fabrican. Sobre su eficacia sólo sabemos lo que las propias multinacionales pregonan; y, por supuesto, ignoramos por completo sus efectos secundarios, un mar desconocido que los idólatras prefieren ignorar, olvidando que «por cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver».
Basta examinar, por ejemplo, los antecedentes de la farmacéutica Pfizer, para que se hiele la sangre en las venas: multas millonarias por sobornar a médicos y funcionarios públicos, sanciones muy graves por publicidad engañosa o fraudulenta, prácticas ilícitas en la comercialización de sus fármacos y tratamientos… Pero nada de esto importa al deshumanizado hombre idólatra, que se pone la vacuna, como el motor de explosión la gasolina, mientras contempla fatuo el inmenso mar de su ignorancia, creyendo que se enseñorea de él.
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