A veces, cuando participo en alguna tertulia radiofónica (donde suelo practicar la disciplina del arcano, según el consejo de Mt 7, 6) y se me ocurre deslizar alguna afirmación religiosa, por tenue que sea, enseguida provoco revuelo. Advertía Ernest Hello que jamás en su vida había encontrado un ateo militante que detestase por igual todas las religiones. Por el contrario, la mayoría de los ateos militantes suelen contemplar todas las religiones con una condescendiente simpatía, como contemplarían las travesuras de un niño. Y reservan su aversión en exclusiva para la religión católica.
Pero nadie odia aquello que le resulta indiferente, porque las pasiones no se pueden enardecer con aquello ante lo que nuestra alma no se inmuta, por considerarlo unafutesa o una paparrucha. Hello se atrevía a precisar que este odio que el ateísmo militante profesa a la religión católica es una de las pruebas más evidentes de la verdad de sus dogmas. Pues sólo se odia lo que sabemos que existe con certeza.
Si el ateísmo militante contempla con condescendencia las otras religiones es porque en ellas su alma descubre una falsedad, algo que no existe; o bien algo sólo entrevisto borrosamente que no le intranquiliza, pues su propia borrosidad puede contribuir, por contagio sincrético, a emborronar también la religión que odia, infestándola de mistificaciones. De ahí que el ateísmo militante sea tan favorecedor siempre del «pluralismo» religioso, que borronea el objeto de su odio concretísimo; y de ahí también que abogue por la supresión de los símbolos que específicamente aluden a la religión que tanto lo apasiona. Pues, suprimiéndolos, evita en primer lugar que se note su pasión (que, al contemplar estos signos, se excita, como la pasión del lujurioso se excita ante una señora de buen ver o la pasión del codicioso se excita ante el vil metal). Y, en segundo lugar, consigue aquello que el Marqués de Sade, ateo furioso, escribe en La filosofía del tocador: «No propongo matanzas ni deportaciones; todos esos horrores están demasiado lejos de mi alma para concebirlos ni un minuto siquiera. No, no asesinéis ni desterréis. […] Basta con emplear la fuerza contra los símbolos; basta con ridiculizar a quienes los sirven».
El ejercicio de la fuerza contra los símbolos católicos y la ridiculización de quienes los sirven no ha hecho sino empezar. Pero que esto ocurra mientras padecemos una plaga de alcance imprevisible... es un signo muy específicamente anticrístico. En todas las plagas devastadoras que en el mundo han sido, ha subido el termómetro religioso de forma natural, porque el hombre necesita confrontarse con las verdades más hondas de su existencia. En esta fase anticrística, sin embargo, las cruces son derruidas y los que las sirven son ridiculizados, mientras los papanatas piensan ridículamente que el falso prodigio de las vacunas les va a salvar la vida. Pero está escrito que quien quiera salvar su vida la perderá. Y no digo más, acogiéndome a la disciplina del arcano.
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