miércoles, 9 de diciembre de 2020

► El HOMBRE ETERNO de G.K. CHESTERTON: prólogo de JUAN MANUEL DE PRADA

⭐️⭐️Aunque sin consultarle al autor de tan interesante y enjundioso texto, me he tomado la discreta y audaz licencia de transcribir el prólogo de El Hombre Eterno de G.K Chesterton, escrita de manera tan brillante por Juan Manuel de Prada. 

Juan Manuel de Prada logra captar de manera prodigiosa la naturaleza del mensaje que nos ofrece Chesterton, ofreciéndole al lector un preludio de aquello que está a punto de leer. 

"En algún pasaje de su suculenta Autobiografía, Chesterton nos confiesa que su acercamiento a la Iglesia Católica fue primeramente una expresión de curiosidad. La execración de la Iglesia se había convertido en el pasatiempo predilecto de los intelectuales de su época; tanta unanimidad en el vituperio acabó provocando en su temperamento inquisitivo un movimiento de rechazo. Una institución humana que concitaba tan ardorosos ataques y, sin embargo, lograba revestirlos; debía, sin duda, estar animada por el fuego divino. Chesterton se preocupó por indagar la naturaleza de tales ataques, descubriendo en todos ellos un fondo de enconada falsedad; también descubrió - al principio con perplejidad, luego con rendido entusiasmo - que en la naturaleza íntima de la Iglesia latía un meollo de Verdad que en el transcurso de los siglos no había logrado agostar, un meollo de belleza antigua y eternamente renovada que acabaría subyugándolo. Chesterton descubre que la única herejía que su época no admite es la ortodoxia; descubre que el catolicismo es la única religión que nos libera de la "degradante esclavitud de ser hijos de nuestro tiempo", esto es, de sus modas perecederas y de su tumulto de banalidades y tópicos enquistados.

Y esa curiosidad hacia lo que sus contemporáneos denigraban sumariamente, incapaces de taladrar la mugre de los prejuicios, acabaría convirtiéndose en un deslumbramiento. Los hombres de su tiempo coincidían en caracterizar la Iglesia como una suerte de cárcel del intelecto; Chesterton no tardaría en comprobar que, más bien al contrario, era un ameno prado donde la libertad del hombre podía retozar a su gusto con alborozo casi infantil. Así, lo que había empezado siendo una suerte de desplante o insumisión ante el pensamiento dominante de su época acabaría convirtiéndose en una jubilosa expedición en pos de la Verdad. Y la crónica de esa expedición, narrada en un puñado de libros que concilian la intención apologética con el esplendor verbal y los primores del ingenio y la paradoja, conforma uno de los edificios más imperecederos de la literatura del siglo XX.

Este libro que ahora acometes, querido lector, quizá sea el pináculo que remata tan hermoso edificio; pero es, al mismo tiempo, el basamento en que se funda su robusta piedra angular. En Chesterton, la gracia de la expresión nunca se alcanza en detrimento de la hondura del pensamiento: ambas forman una aleación que hace de su escritura un festín de la inteligencia y una exultante experiencia estética. En Chesterton descubrimos, en fin, que belleza y verdad constituyen una amalgama indisociable; y alcanzar esa íntima comunión, que es la exigencia máxima del artista, es también la exigencia máxima del católico. El Hombre Eterno, publicado originalmente en 1925, nace de la intención polemista que incendió los días de Chesterton. Unos pocos años antes, Herbert George Wells había entregado a las imprentas un muy voluminoso ensayo titulado Esquema de la Historia (The Outline of History), que, como casi todos los suyos, obtuvo un éxito instantáneo y multitudinario. En ese ensayo, Wells considera al hombre un resultado casi aleatorio de la evolución; al reparar en la figura de Jesús. Wells lo caracteriza como una criatura mortal, sin duda determinante para el futuro posterior de la Humanidad, como en otras épocas lo serían Mahoma o Buda, fundadores de religiones que se habrían limitado a dar forma a un impulso humano que, para Wells, es quimérico y prescindible. Las tesis materialistas de Wells ya habían sido combatidas en la prensa por escritores católicos de la talla de Bellos; pero sería Chesterton quien se encargaría de elaborar una refutación en toda regla, proponiendo su propio «bosquejo de la historia»  en un libro que, rehuyendo de las erudiciones de enciclopedia o almanaque que lastraban el mamotreto de Wells, fundaba su argumentación sobre dos tesis subversivas para la época (en realidad, subversivas para cualquier época, de allí la eterna novedad del cristianismo): la unicidad de la criatura llamada hombre y la unicidad del hombre llamado Jesús. 

Como suele ocurrir en Chesterton, su capacidad persuasiva disuelve sofismas y especulaciones con una fuerza irradiadora fundada en el sentido común. En su narración de los acontecimientos que jalonan la existencia del hombre sobre la tierra, Wells había actuado como un novelista a quien desagrada el protagonismo de su relato y no llega a penetrar su naturaleza más íntima. El hombre, según Chesterton, no es el fruto de una evolución, sino una revolución; y para mejor explicar este aserto, nos lleva de la mano al interior de las cavernas que habitaron nuestros antepasados. Lo que encontramos en dichas cavernas - unas pinturas rupestres realizadas no solo por la mano del hombre, sino por la mano de un verdadero artista - rebate esas hipótesis evolucionistas que lo enmarañan y complican todo para que no podamos comprender la verdad, la sencilla y escueta verdad. Aunque hubiésemos sido adoctrinados en las más ortodoxas teorías evolutivas, llegaríamos a la conclusión de que esas mismas pinturas nunca las hubiera podido concebir ni realizar un animal. Podríamos fatigar el entero atlas, pero jamás encontraríamos una línea trazada con intención artística por la garra de un animal. Resulta chocante que los hombres de las cavernas, tan alejados de nosotros en el tiempo, sean al mismo tiempo tan cercanos a nosotros; y que bestias tan cercanas a nosotros en el tiempo, como el chimpancé o el gorila, sean a su vez tan lejanas. El arte es la firma del hombre, el rasgo exclusivo de su personalidad. 

El hombre - sostiene Chesterton - no puede ser considerado como una criatura absolutamente independiente y singular respecto a las demás criaturas. La señal más evidente de su misteriosa singularidad, la prueba de que no es producto de un mero continuo evolutivo, es el impulso artístico.
El hombre es único y diferente del resto de animales porque es creador además de criatura. La inteligencia humana no existía; y de pronto comenzó a existir. Y, ligado a la irrupción de la inteligencia humana, Chesterton sitúa el reconocimiento del misterio: El hombre que se sabe singular respecto a las demás criaturas se sabe también depositario de un don divino, se sabe elegido por Dios. Con el tiempo, llegará a perder el sentido de esa singularidad, llegará a extraviar su innato sentido religioso, hasta que en la historia humana irrumpe Dios mismo: las manos que habían moldeado el mundo se convierten en las manos desvalidas de un niño que asoma a la vida. De nuevo, el milagro acontece en una cueva; pero esta vez quien nos invoca desde el interior de esa cueva ya no es un mero hombre, ni siquiera un hombre excepcional. Una lectura puramente «racional» de los Evangelios nos desvela que Cristo era alguien que odiaba el exhibicionismo; nada le repugnaba tanto como hacer alarde de sus dotes sobrehumanas. Cuando se ve en la tesitura de demostrar su capacidad para obrar milagros, siempre se muestra reticente. Recordemos, por ejemplo, el pasaje de las Bodas de Caná: cuando su Madre le solicita una intervención, Jesús trata de escaquearse: «Aun no ha llegado mi hora», responde, antes de ceder a la intervención materna. Más tarde, una vez iniciada su vida pública, comprobaremos que su aversión al exhibicionismo se mantiene incólume; son con frecuencia sus discípulos o seguidores quienes, después de muchos requerimientos, logran torcer su resistencia a curar enfermos, a devolver muertos a la vida o, en general, a obrar maravillas. Diríase que le molestara aparecer ante los hombres como un mero «hacedor de milagros». De hecho, el más portentoso de todos ellos, el de su propia Resurrección, decide culminarlo en secreto, y desvelárselo a unos pocos elegidos. Esta repugnancia al exhibicionismo revela, desde luego, al hombre de distinción intelectual. Sin embargo, ese hombre que esconde o solo utiliza a regañadientes sus facultades milagrosas, no tiene rebozo en repetir una y otra vez que es Hijo de Dios. Incluso cuando sabe que esta declaración puede costarle la vida vuelve a formularla sin que le tiemble la voz. ¿Cómo puede explicarse esa contradicción? Cuanto mayor es la grandeza de un hombre, mayor es también su repugnancia a los alardes. Ningún gran hombre se atrevería a proclamarse  Hijo de Dios: sólo los hombres ínfimos y los energúmenos pueden incurrir en semejante rapto de vanidad. No podríamos imaginar a Sócrates afirmando que es hijo de Dios: por el contrario, no nos sorprendería que cualquier venado se atreviera a postular como tal; los manicomios, de hecho, siempre han estado abarrotados de opositores a la divinidad. Sócrates, en medio de una basta sabiduría, solo sabía que no sabía nada; en cambio, un tarado como Calígula no tenía empacho en investirse de una naturaleza divina, y aún de hacerla extensiva a su caballo. Ni siquiera sus más furibundos detractores se atreverían a afirmar que el hombre que pronunció el Sermón de la Montaña, el hombre que acuñó las más perdurables y hermosas parábolas fuera un demente al estilo Calígula. Entonces, ¿cómo explicar el desparpajo con el que se proclama repetidamente Hijo de Dios? Sólo un loco se atrevería a tanto. Pero Jesús, que a la vez que se proclama Hijo de Dios no procura tantas muestras de un juicio y discreción supremos, no puede tratarse de un loco. ¿No será, pues, que es algo más, mucho más, que un mero hombre?

Las delicadezas del pensamiento chestertoniano alcanzan en El Hombre Eterno su expresión más acendrada. Mientras avanzamos en su lectura descubrimos que la historia de la humanidad es más bien una epopeya de salvación en la que Dios y el hombre caminan juntos de la mano como en un jardín recién estrenado, como en el primer día de la Creación. El Hombre Eterno es, desde luego,  una obra maestra de la literatura, pero también mucho más vertiginoso: es la gracia divina hecha escritura, transmutada en frases gozosas, de una belleza y un ardor intelectuales tales que quienes las leen tienen la sensación de haber sido bautizados de nuevo. Esta es la honda sensación que su lectura dejó en C.S. Lewis, quien algún tiempo después reconocería Cautivado por la alegría que este libro fue la levadura de su conversión: «Entonces leí El Hombre Eterno de Chesterton, y por primera vez me fue deparado contemplar un complejo bosquejo cristiano de la historia, expuesto de tal modo que me resultaba pleno de sentido... Ya entonces pensaba que Chesterton era el hombre más razonable de su tiempo, «aparte de su cristianismo». Ahora que verdaderamente creo pienso que el cristianismo en sí es muy razonable». Ojalá, querido lector, después de paladear cada razonamiento, cada fulguración de la inteligencia que alberga ese libro irrepetible puedas hacer tuyas las palabras de Lewis, puedas sentirte partícipe de la hermosa epopeya - eterna y siempre renovada - que Chesterton aquí nos narra con palabras imperecederas. 

Juan Manuel de Prada

Madrid, mayo 2007.

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