La reciente y sonada compra de Twitter de parte del millonario Elon Musk ha avivado el debate sobre la hegemonía de la tecnología en la vida de las personas y en cada detalle de sus relaciones humanas.
Y es que es innegable que las grandes plataformas tecnológicas se han vuelto protagonistas de nuestras vidas: economía, política, educación, entretenimiento, cultura y un largo etc.
Así, no
existe dimensión que no haya sido tocada y modelada por esta nueva realidad, misma
que se ha acelerado dramáticamente en los últimos dos años y que asegura ser un
cambio de época de carácter histórico.
Términos
como realidad virtual, realidad aumentada, inteligencia artificial, big data,
data mining, metaverso, etc; se han vuelto cada vez más comunes en nuestro
entorno.
Un ejemplo
claro de la irreversible dirección que ha tomado la humanidad en este aspecto, son
las transacciones económicas y financieras, que no han escapado de este nuevo
modo de convivencia inaugurando el dinero digital.
Sin
embargo, no es menos cierto que hay en todos estos desarrollos tecnológicos una
serie de premisas que son las que terminan por definir, o por lo menos esa es su
intención, al propio individuo: nos referimos al transhumanismo.
El
transhumanismo es todo aquello que hemos mencionado hasta su consumación, la
promesa luciferina de “sereis como dioses”; una filosofía que incluye la
búsqueda de la inmortalidad, el alcance de la superinteligencia o el vaciado de
la mente y la propia consciencia en la red.
Dado que el
desarrollo tecnológico abre nuevas posibilidades, en esta manera de ver el
mundo, el ser humano debe estar a su mismo nivel para poder alcanzarlas.
Esto supone
conquistas espaciales, exploraciones imposibles, sensaciones extrahumanas, etc.
No existe límite para la autodeterminación humana en ese sentido, cuando se
trata de parecerse a una especie de dios.
El camino
para la aceptación de esta filosofía ya ha venido siendo abonado por la pensamiento
dominante por un lado: el liberalismo, el autodeterminismo, el
tecnocientificismo y el relativismo.
Y
específicamente, ha decantado en la gran masa a través de la ciencia ficción y
el cine de superhéroes.
Todo esto,
en paralelo con la sistemática desaparición del cristianismo, ha creado las
condiciones para que el pensamiento transhumanista se posicione prácticamente
sin ninguna contraparte ideológica que le haga frente.
De hecho,
la realidad que promete el transhumanismo puede incluso ser más seductora que
las ideologías de antaño, por ejemplo, el viejo marxismo prometía la liberación
proletaria de las manos de los explotadores, para vivir en mundo mejor.
El
transhumanismo en cambio, promete fuerza extraordinaria, capacidad de procesar
toda la información disponible en la red e incluso ser inmortales solo para
citar algunas de sus promesas más recurrentes.
Sin
embargo, estas promesas parecen aún utópicas, por lo que su introducción
responde a expectativas más cotidiana: por ejemplo mejor conectividad, mayores
posibilidades comerciales y de negocios, mejores posibilidades educativas, etc.
Sin
mencionar el arribo de la revolución 4.0 en el mundo del desarrollo industrial,
que además promete mejorar las operaciones productivas, con un número drásticamente
menor de trabajadores humanos.
El proceso
transhumanista es socialmente exitoso precisamente porque cumple en los pequeños
hechos cotidianos, lo que promete a la larga y refuerza la idea mecanicista de
progreso, en donde cualquier aparente innovación es sinónimo de bienestar.
De allí que
pretende desplazar al cristianismo en su promesa salvífica de vida eterna, pero
en este caso, aboliendo a Dios y poniendo en su lugar a la tecnología.
Con todo,
el transhumanismo tiene una raíz materialista que se nutre del evolucionismo
como paradigma filosófico que define las investigaciones que se hacen para, por
ejemplo, investigar el envejecimiento humano.
Los
biólogos transhumanistas, por ejemplo, consideran que tanto el envejecimiento
como la muerte son errores biológicos que pueden ser corregidos a través de la
ciencia, y que en nada favorecen el proceso mismo de selección natural de las
especies.
De allí que
el estudio del proceso de envejecimiento y longevidad en otras especies, que
eventualmente se pueda extrapolar al ser humano, se haya desarrollado tanto.
La meta es
poderle ofrece al ser humano la posibilidad de extender su periodo vital hasta
el infinito; claro está, si tiene las condiciones para pagarlo.
En este
punto ya alcanzamos a ver el trasunto elitista de todo este proceso.
Lógicamente
esta situación va a formular una serie de preguntas y desafíos de tipo ético,
en la medida que el transhumanismo “compite” con otras religiones,
especialmente con el cristianismo, en la idea de la vida eterna.
El
transhumanismo es una suerte de suplantación de la promesa de las religiones,
pero que pretende convertirse en una, en donde el dios sea uno mismo.
No es
gratuito que uno de sus mayores exponentes e ideólogos, el historiador israelí
Yuval Noah Harari proponga en cada una de sus publicaciones los beneficios del
transhumanismo a través del mejoramiento biotecnológico.
Para
Harari, y para el resto de los “teólogos” del transhumanismo, la unión del ser
humano y la máquina adolece de reparos éticos, solamente tiene limitaciones de
orden tecnológico; siendo cuestión de
tiempo poderlas solucionar.
En su libro
Sapiens: De animales a dioses Harari escribe:
Si
realmente el telón está a punto de caer sobre la historia de los sapiens,
nosotros, miembros de una de sus generaciones finales, deberíamos dedicar algún
tiempo a dar respuesta a una última pregunta: ¿en qué deseamos convertirnos?
Dicha pregunta, que a veces se ha calificado como la pregunta de la Mejora
Humana, empequeñece los debates que en la actualidad preocupan a los políticos,
filósofos, estudiosos y gente ordinaria…
Puesto que
pronto podremos manipular también nuestros deseos, quizás la pregunta real a la
que nos enfrentemos no sea “¿En qué deseamos convertirnos?” sino “¿Qué queremos
desear?”
Detrás de
las ideas de Harari, se esconden sin embargo un conjunto de presupuestos que le
dan soporte desde el Renacimiento; por tanto no hay una auténtica novedad
teórica.
El
Transhumanismo tiene sus orígenes en el humanismo, y en la lista de filósofos
que han considerado al ser humano como un animal enfermo y prisionero de su
propio cuerpo: allí están Rousseau, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche, Lessing,
Freud, Unamuno, entre otros.
De allí que
el autodeterminismo, es decir la premisa de que alguien puede hacerse desde
cero hasta su realización final, se alimentó y promovió desde las ciencias
sociales y la psicología, pasando por la medicina y los ejercicios físicos.
Los
transhumanistas consideran que la tecnología y la ciencia son los vehículos apropiados
para alcanzar esa autodeterminación, que decantará en un “hombre nuevo”
convertido parcial o completamente en un ente artificial.
La idea del
“hombre nuevo” es precisamente otro de los elementos que el transhumanismo ha
robado, en este caso al Cristianismo, obviando a Dios de este proceso.
En suma, el
transhumanismo viene copando diferentes esferas sociales porque está
relacionado con elementos prácticos, socialmente aceptados y relacionados con
el progreso.
Sin
embargo, a la larga supone el rechazo a la propia naturaleza humana, es decir a
aquello que fue salvificamente dado, para pretender convertirla en un
artificial aparataje.
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