La pandemia es un hecho, pero también una narrativa. Dominar el virus ha insumido la mitad de los esfuerzos globales: la otra mitad se abocó a dominar el relato sobre el virus. La lógica del contagio que desparrama infecciones por doquier es la misma lógica que contagia la misma narrativa en todas partes: no solo la peste se ha globalizado sino también la forma en que la recibimos. En rigor, existen hoy dos pandemias: la del Covid-19 y la de la narrativa del Covid-19. Principio, desarrollo y final: tal es la estructura del relato. Todo empezó con un murciélago y todo termina con una vacuna.
El final ya está escrito y lo conocemos de antemano. No hay, en ese sentido, intriga alguna: simplemente desesperación y ansiedad.
Pero se trata de un final engañoso. Nada termina realmente, sino que todo empieza. La narrativa pandémica tiene la forma de una utopía: su final nos deja en un no-lugar que ya ha sido bautizado como “nueva normalidad”. En el corazón del relato habita el ideal del “reseteo”, del cual cada vez se habla más. Para pasar de “lo viejo” a “lo nuevo” hay que volver a foja cero. Borrón y cuenta nueva: si la vacuna configura la expectativa médica, el reseteo es la expectativa sociológica que la narrativa impone.
La pandemia daría paso, pues, a una situación límite en la que emerge la exigencia de construir un mundo nuevo. Semejante exigencia no recae sobre nosotros, por supuesto, ciudadanos comunes y corrientes; nosotros, más bien, hemos sido llamados a encerrarnos en casa: #QuedateEnCasa, mientras unos pocos se encargan de resetear y preparar a gusto la “nueva normalidad”
Pero la hýbris moderna no construye lo nuevo sobre fundamentos preexistentes. De ahí que el reseteo sea, precisamente, condición de una creación ex nihilo, de la nada. Joseph Schumpeter hablaba de “destrucción creativa”. Marx anotaba que en la sociedad moderna “todo lo sólido se desvanece en el aire”. El Fausto de Goethe, héroe moderno por antonomasia, destruye para crear: un mundo nuevo sólo puede existir allí donde lo viejo perece violentamente (Margarita, Filemón o Baucis).
La Revolución Francesa, gran expresión de la desmesura moderna, se ensañó con todo lo que no era ella misma y, como observó Alexis de Tocqueville, terminó de “vaciar de alguna manera el espíritu humano de todas las ideas sobre las que hasta ese momento se habían fundado el respeto y la obediencia”.
El reseteo es el sueño de toda revolución. Si la tradición es tiempo inconscientemente acumulado, la revolución es tiempo conscientemente destruido (los revolucionarios franceses disparaban contra los relojes, advertía Walter Benjamin).
Resetear es precisamente eso: borrar todo lo anterior con el objeto de comenzar de nuevo. Y comenzar de nuevo es, según la narrativa pandémica, parte de la cura. Nuestras expectativas de una vida mejor son sistemáticamente conducidas por la ideología “reseteista”.
Esto se ve con claridad, por ejemplo, en un reciente spot propagandístico de UNESCO, destinado a ensalzar la “nueva normalidad” y condenar el mundo que teníamos hasta hace apenas unos meses. Esto es, asimismo, lo que el establishment mediático sugiere sin descanso ni interrupciones. La ideología del reseteo, sin embargo, no es enteramente nueva.
Hace muy poco la conocíamos sencillamente como “deconstrucción”. Sin deconstrucción no hay reseteo. Ello así porque una “nueva normalidad” no exige no mirar atrás sino algo mucho más radical: no tener nada atrás que mirar. En efecto, hace rato que todo fue depositado en esa licuadora de significados que pomposamente suele denominarse “deconstrucción”.
La historia fue repudiada y occidente hoy se avergüenza de sí. La familia fue disuelta en el relativismo de engendros múltiples estatalmente diseñados. La religión fue relegada al interior de las cuatro paredes de un templo en nombre de la libertad prometida por… un Leviatán. Las lealtades nacionales fueron reemplazadas por el exitismo global y sus agencias especializadas.
El arte se embelesa con lo feo y la filosofía ya no busca defender la verdad sino aniquilarla. El lenguaje es condenado y las humanidades son despreciadas. El simulacro se prefiere a la realidad. Las identidades son bienes de consumo compradas en supermercados y renovadas al compás de la moda y los dictados de los mass media. El sexo ya no existe y la mujer, tampoco.
El amor romántico se desprecia y la maternidad, también. El hombre sobrevive simplemente como chivo expiatorio, porque algo debía quedar en pie al menos para continuar recibiendo los golpes. El reseteo se dará, pues, sobre una civilización en gran medida ya reseteada. Nuestra cultura ya había sido enviada a la papelera de reciclaje antes del Covid-19.
El reseteo final propone borrar sus huellas, las últimas esperanzas de tener algo sólido a lo que aferrarse. Arrastrados por la fuerza de una corriente en la que no existe ya nada que sujetar, el hombre no puede hacer nada más que dejarse llevar. Carpe diem.
Y tal es la cura que la narrativa pandémica acelera pero que desde hace tiempo viene siendo suministrada en dosis progresivas (progresistas) crecientes: “deconstruir”, “resetear”, abrazar la “nueva normalidad” en cuya formación nuestra voluntad no puede siquiera darse el lujo de resistir. Existe sin embargo otra cura.
Su lógica es exactamente la opuesta. No se trata de reseteo, sino de restauración. No hay que limpiar la papelera de reciclaje sino revisar su contenido y devolver a nuestras vidas todo lo valioso que nos fue arrebatado en las últimas décadas. A la arrogancia destructivo-constructivista se le opone la humildad histórica de quien valora las formaciones sociales que se cultivaron a través de larguísimos procesos de prueba y error.
No se trata de nostalgia sino de realismo: reconocer que la complejidad de lo social atenta contra su planificación (Hayek), y que por tanto los pilares de nuestra civilización descansan en procesos desplegados a través de siglos que nadie ha realmente dirigido, es honrar la realidad. Reconocer, por otra parte, que la destrucción sí ha sido planificada, inaugura la resistencia a una realidad manufacturada a la medida de sus ingenieros sociales.
La “nueva normalidad” no es la vuelta al Estado-nación soberano como algunos suponen. Más bien es el agigantamiento de la esfera de intervención de un Estado que ya no es leal a su Patria sino a organizaciones globales.
El reseteo nos deja sin Patria en la medida en que ésta supone la sedimentación de significaciones históricas; la Patria jamás es algo “nuevo”. La “nueva normalidad”, por ello, no es la normalidad de la Patria, sino la de las organizaciones apátridas, que ciertamente son un remedio que resulta peor que la enfermedad. ¿No ha mostrado sobradamente la OMS con sus flagrantes fallas e indisculpables omisiones, por no mencionar sus favoritismos político-ideológicos, su incapacidad para jugar al Ministerio de Salud Global?
La restauración del patriotismo, al contrario, inmunizaría a los pueblos frente a las intromisiones de aquellos a quien nadie, con excepción de una élite global minúscula, ha elegido. La “nueva normalidad” tampoco es el advenimiento de mayor “conciencia social” y “solidaridad”, como algunos sugieren. Más bien es el punto de llegada del proceso de atomización que limita cada vez más la riqueza de nuestras relaciones sociales.
El reseteo redirige todos nuestros vínculos hacia el Estado, dejándonos al descubierto frente a su poder. Encerrarse en el hogar, ensimismarse, cubrirse el rostro, desinfectarse, distanciarse, vigilar al prójimo, cuidarse del prójimo, denunciar al prójimo.
La lógica social que nos ofrecen es paradójica, a saber: a menor vida social, más responsabilidad social. El gobierno argentino “recomienda” a sus ciudadanos mantener relaciones sexuales a “través de Internet”, mientras advierte que las redes son monitoreadas por “ciberpatrullaje”. En Canadá han sido más “liberales”: solicitaron que las relaciones sexuales se dieran “sin besos y con mascarilla”. El culto religioso también se desplaza a toda velocidad a la impersonalidad cibernética mientras varios Estados mantienen estrictas las prohibiciones o limitaciones.
Otro tanto habría que decir sobre el trabajo: en la Unión Europea, hacia fines de julio, ya el 40% trabajaba online. Y sobre la educación: las clases se han fragmentado y en muchos casos, perdido. En muchos países los más chicos juegan en el colegio dentro de estructuras de plástico que los aíslan de cualquier contacto con sus pares. Toda una generación podría, quizás, ser socializada o, mejor dicho, anti-socializada.
La excepcionalidad se quiere norma bajo el “reseteo”: la “nueva normalidad” se quiere por ello mismo irrevocable. Restaurar la riqueza de lo social, de las relaciones reales, requiere rebelión contra la normalización de lo excepcional. No perder de vista la anormalidad de un rostro enmascarado, de un funeral por videollamada, del terror al amigo, al pariente o al vecino, de la vigilancia constante sobre nuestros vínculos y la obsesión por la esterilidad, es condición necesaria para protegerse del reseteismo y su “nueva normalidad”.
La restauración de una sociedad civil fuerte implica volver a considerar a un actor social que, por ahora, prácticamente ningún papel ha jugado en este drama. Las organizaciones internacionales han fallado estruendosamente; los Estados que optaron por suprimir la libertad, también. Argentina, con una de las cuarentenas más estrictas, represivas y ridículamente largas del mundo, en estos momentos es el quinto país con más cantidad de contagios (932.000 enfermos y 25.000 muertos).
Al revés, Uruguay, que apostó por la responsabilidad de la sociedad civil y no puso en riesgo la libertad, hasta este momento (15/10/20) ha tenido 2300 contagiados y 51 muertes. Ni el Estado ni las organizaciones internacionales han sido verdaderamente la cura. La responsabilidad social cura más y mejor que los políticos y los tecnócratas globales. Pero la responsabilidad social solo tiene sentido allí donde la sociedad civil tiene sentido. Restaurar sociedades civiles con sentido supone desplazar el foco de atención hacia las familias, las iglesias, las empresas, las asociaciones civiles y comunitarias. El individuo atomizado no tiene responsabilidad social alguna sencillamente porque no es un ser social en absoluto, sino un ser estatizado.
Finalmente, habrá que restituir lo real. La “nueva normalidad” es un gigantesco simulacro en el que nuestras vidas transcurren a través de pantallas. La pantalla esteriliza en más de un sentido: al aislarnos del contacto real con los otros nos previene del virus, pero también previene la conformación de un nosotros. La vida humana en la pantalla es una vida no-política y, en esa medida, no-humana.
No hay política real en la pantalla porque no hay ningún nosotros posible, como ya señaló Byung-Chul Han. En ella no hay más que “simulacro”, podría decir Jean Baudrillard. Las pantallas ciertamente son importantes como medio, pero resultan alienantes como fin.
El reseteo y su “nueva normalidad” conducen aceleradamente lo más importante de nuestras vidas a las pantallas, elevándolas paulatinamente a la condición de fin. En efecto, cuando todo se dispone bajo el yugo del mismo medio, ese medio no es un medio, sino un fin. La restauración de lo real implica sacar provecho de los medios sin que éstos se aprovechen de nuestras propias vidas. La cura no está en Internet sino en las relaciones reales: en la riqueza de lo offline.
La resistencia a la “nueva normalidad” puede —y debe— difundirse a través de la web (y este libro digital da cuenta de ello) pero su consumación ha de ser real, demasiado real. Las marchas y manifestaciones online, que últimamente muchos impulsan, no debieran ser más que fugaces excepciones. La cura al reseteismo pasa, entre otras cosas, por restituir la realidad como arena política. La pandemia es un hecho, pero también una narrativa. Que la “nueva normalidad” que ésta promueve nos encuentre vacunados contra ella misma.
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