viernes, 8 de enero de 2021

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Para todos en el mundo, el año 2020 ha sido harto complicado y, en más de una ocasión, sombrío. Hubo muchos sueños interrumpidos e incluso truncados por una coyuntura básicamente impensable que, por primera vez, escapaba de las manos de todos y abatía nuestras proyecciones y planes más anhelados.

Y es que hemos vivido desde siempre en el marco de la utópica ilusión de que todo lo podemos con nuestras propias fuerzas y que podemos controlar todas las variables que tenemos a disposición.

En este punto es innegable que se ha entretejido, sobre todo en el mundo corporativo, una interminable panoplia de inanes ideas y un batiburrillo de lugares comunes que endiosan la autodeterminación y el empoderamiento, que funciona como el comercio de espejismos en un ardiente Sahara; siempre a punto de ser alcanzados, al tiempo que esquivos.

La experiencia, sin embargo, nos muestra que esto no es así, no lo es ahora, no lo fue en el pasado, ni será en el futuro. No podemos siempre alcanzar lo que nos proponemos; más aún cuando hay gente o intereses que en muchas ocasiones buscan los mismos objetivos que nosotros: he aquí una primera enseñanza: tolerar la frustración.

La coyuntura nos igualó literalmente a todos. De un momento a otro todos en el mundo tuvimos que utilizar barbijo, seguir los mismos procedimientos sanitarios y temer por básicamente las mismas consecuencias económicas. Y es que el bicho nos hizo recordar lo frágil y fugaz que puede ser nuestra existencia.

Igualados y juntos todos en la misma barca a la deriva, navegamos en un mar bravío con un norte aún turbulento y nebuloso. Porque sí, aún cuando estamos lejos geográfica y físicamente nuestra humanidad nos fuerza a juntarnos, y es esa necesidad la que hace que la coyuntura y su duración sean más frustrantes.

Con este panorama, ¿cómo enfrentarnos al nuevo año sin recurrir a un falso y endeble optimismo o a una innecesaria apatía? Más todavía, cuando hemos podido ser testigos de la ausencia irreparable de un ser querido. 

Sugiero por lo menos tres elementos que pueden ayudar para ese fin, en una coyuntura tan ambigua o poco clara como esta y que dependen, además, de nosotros mismos, y no de las turbulencias exógenas del entorno.

El primer propósito de año nuevo para mi sería conocernos a nosotros mismos a profundidad. Eso implica reflexionar sobre quienes somos, qué es lo que realmente queremos, y si aquellos objetivos y metas que queremos realmente nos convienen o no. San Pablo en su carta a los Corintios decía, «todo me es lícito, pero no todo me conviene» no todo lo que anhelamos a nivel emotivo es lo que realmente nos conviene para nuestro crecimiento personal; el mismo que, incluso, está por encima de nuestras apuestas profesionales.

El segundo propósito del año sería practicar nuestros valores tradicionales en todas las esferas de nuestra vida. En un mundo en permanente cambio de paradigmas, en dónde se nos pide de manera continua «cambiar el chip» es fácil que se pierdan nociones éticas y morales que al final son las guías que nos permiten identificar el bien que ha de hacerse en contraposición del mal que ha de evitarse.

Una sociedad con una ética líquida, cuyo principal valor es el cambio en nombre de un supuesto progreso, tiende a perder sus elementos identitarios y degradarse con notable facilidad. Análogamente, esto ocurre a nivel individual. Renunciar a las verdades para adoptar valores en boga a partir de un buenismo más bien impostado puede, a la larga, ser contraproducente; más todavía cuando se atenta contra la propia conciencia objetiva. Decía Blas Pascal, «si no actúas como piensas, terminarás pensando como actúas», y sí actúas como el resto, más aún cuando está en contra de lo que realmente piensas, te parecerás a aquello que eventualmente críticas.

El tercer propósito anual deriva del anterior, que es precisamente el rechazo al dualismo relativista. Es decir, encapsular la conciencia en algún espacio de nuestra mente y actuar de manera distinta al orden moral. En ese sentido la idea es buscar, en nuestra vida laboral, la mayor coherencia posible en ese orden de cosas. 

Chesterton nos dice «Hay dos formas de llegar a un lugar. La primera de ellas consiste en no salir nunca del mismo. La segunda, en dar la vuelta al mundo hasta volver al punto de partida». Es decir, si ese lugar es la verdad y la verdad es inmutable no hay motivo para salir a buscarla en otros caminos que nos conducirán irremediablemente al mismo punto de partida, que finalmente se encuentra en nuestros valores más tradicionales.

Que este año no nos movamos con el mundo y sus contradictorios avatares, sino que seamos quienes movamos al mundo para devolverle la razón, que es claramente lo que ha perdido; quién sabe si definitivamente.

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