miércoles, 20 de enero de 2021

► «Cartas del sobrino a su diablo» por Juan Manuel del Prada


Cuando más escéptico estaba de poder destruir moralmente a los españoles, aprovechando la plaga coronavírica, me llegó tu envío, queridísimo tito Escrutopo. Al recibirlo, pensé ilusionado que sería una colección de tebeos hentai, para que me consolase tocando la zambomba; así que me pillé un cabreo de órdago al comprobar que era un libraco titulado «Tratado de la naturaleza humana», de un tal David Hume. Pero enseguida recordé que -por carcamal y por diablo- nunca das puntada sin hilo y me puse a leer. ¡Oh ínclito tito, cuántas enseñanzas provechosas me aguardaban! Los filósofos al servicio de nuestro Enemigo enseñaban que las facultades sensitivas deben subordinarse a las intelectivas, de tal modo que emociones y sentimientos sean elevados y depurados por la razón, que es la encargaba de emitir los juicios morales. Pero este cabronazo de Hume sostenía que los juicios morales nacen del sentimiento, de una emoción o «agrado» interior que se calibra con dos medidas: la utilidad, que nos permite calificar como buenas las acciones que mayor agrado nos procuran; y la simpatía, que es la tendencia a participar de los sentimientos de los demás, para formar parte de la tribu.

Entendí entonces tu intención proterva, dilectísimo tito. ¡Se trataba de suscitar este emotivismo moral descrito por Hume entre los españoles, para que su inteligencia, anegada por una melaza sentimental, fuese incapaz de discernir las oscuras realidades que se están desarrollando ante sus ojos! ¡Se trataba de exponerlos a un constante bombardeo emocional que les provocase un agrado a la vez útil (placentero) y simpático (compartido por la tribu)! De este modo, no podrían rebelarse contra la iniquidad de unos gobernantes que exponen al contagio al personal sanitario; no podrían repudiar la iniquidad social que amontona a los viejos en morideros; no podrían hacer examen en conciencia de su propia iniquidad personal y ponerse en paz con nuestro Enemigo.

De inmediato me movilicé, para mantener a mis víctimas pegadas como lapas a sus pantallitas, alejando de ellas la funesta manía de pensar (y más aún la execrable de rezar) y excitar el emotivismo moral de un pueblo que, por estar atenazado por el miedo y sin defensas espirituales, sería inevitablemente explosivo. Me preocupé de que en los telediarios se dejasen de emitir imágenes que hiciesen pensar en la muerte, en la enfermedad o en cualquier otra idea por la que pudiera infiltrarse nuestro Enemigo; y en su lugar se empezaron a suceder noticias botarates: artistillas sistémicos cantando «Resistiré», macizas (y macizos) ensayando coreografías buenrrollistas u horneando bizcochos, psicoterapeutas animándonos a contactar telemáticamente (adulterio de zambomba) con aquella novieta de la adolescencia a la que amamos en secreto… Y, como guinda de este pastel de emotivismo moral, urdí una obra maestra de la perfidia que, a la vez que ahoga en una melaza sensiblera la capacidad crítica de los españoles, los hace sentirse bien (utilidad) y acompañados (simpatía). Me refiero, venerado tito Escrutopo (ya ves que soy el más sembrado bellaco de todo el Averno), al aplausito diario, que nos permite lloriquear desde el balcón, a la vez que aplaza sine die el juicio moral sobre la malignidad de unos gobernantes que dejan al personal sanitario sin protección frente al contagio, o para más inri le reparten mascarillas de pega.

Y tu sobrino Orugario lloriquea como una Magdalena. Lloriquea como lo hacía Rousseau, aquel insigne apóstol del sentimiento, al reparar en su bondad, tras abandonar a cada uno de sus cinco hijos en el hospicio. Anda, tito amado, no seas estrecho y mándame como premio un cargamento de tebeos hentai.

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