Con razón los medios sistémicos han concedido una atención tan remolona y displicente a la última sentencia del llamado Tribunal Constitucional. No lo han hecho, como piensa el constitucionalista chorlito, porque constituya un varapalo al Gobierno; lo han hecho porque no conviene que los constitucionalistas chorlitos se percaten de que dicha sentencia no es otra cosa sino la despenalización del ejercicio tiránico del poder. Los medios sistémicos saben que las cartas están trucadas; y actúan al modo que los padres actúan con los niños, ocultándoles la verdad sobre los Reyes Magos.
La democracia era esto. También, por cierto, el empobrecimiento de los salarios, la subida salvaje de los impuestos, el peaje en las autovías, la expectativa de una jubilación cada vez más tardía, los precios prohibitivos para los bienes de primera necesidad. La democracia era desmantelar nuestra industria y nuestra agricultura, para depender de materias primas controladas por especuladores transnacionales que ahora, cuando nos saben genuflexos, deciden disparar los precios o desaprovisionarnos. La democracia era convertir, con la excusa del cambio climático, la carne en un artículo de lujo para élites e imponer una dieta de gusanos a la plebe (que, además, habrá que cocinar durante el conticinio, para que no se dispare la factura de la luz). La democracia era volver al subdesarrollo y al empobrecimiento, pero con garantía ecológica.
Y, por supuesto, la democracia era también impedir que los niños puedan ver anuncios de chocolate y galletas, mientras en la escuela y en Netflix les enseñan las delicias del cambio de sexo y les ayudan a hacerse pajas con perspectiva de género. La democracia era llevar una vida de ratas; o peor que las ratas, que al menos pueden reproducirse. Claro que, al menos, nosotros podemos en cambio seguir votando a los causantes de nuestros males, cosa que en cambio les está vedada a las ratas.
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